martes, febrero 27, 2007

La habitación del hijo



Si, lo sé. Esta película la estrenaron el 2001, pero ocurre que recién la he visto. A ver, se las cuento y les digo qué me ha suscitado. Una familia de cuatro miembros, habituada a una cotidianeidad básicamente armoniosa y estable, sufre la muerte repentina del hijo adolescente y debe enfrentarse al dolor de una ausencia tan inesperada como irremediable que empieza cambiar sus vidas para siempre. La muerte de un ser querido es un hecho inevitable, universal y siempre doloroso, pero Nanni Moretti, el director, la presenta en el contexto de un relato tan sencillo de vida familiar que vuelve casi inevitable la identificación con sus personajes, su confusión y su sufrimiento.

Se ha escrito mucho acerca del sentido de las pérdidas en la vida de las personas. John Bowlby lo empezó a hacer a fines de los 60 para dar cuenta de los procesos emocionales que se ponen en juego en el mundo interno de los bebés a causa de una temprana separación de la madre. Se puede perder cualquier cosa, dinero, posición, bienes, estatus, privilegios, rutinas, hasta paisajes entrañables, cualquier cosa amada en realidad y siempre será motivo de dolor, confusión y nostalgia en diferentes grados. Cuando se trata de la pérdida de un ser humano con el que hemos estado muy identificados o, como diría el psicoanálisis, que ha sido objeto de un especial apego, lo que sobreviene es la pena, la tristeza, pero también puede venir la rabia y la ira. Hay una seguridad que se pierde y un vacío inesperado que ocupa su lugar, cruzamos la línea de lo incierto y nos invade de pronto una sensación de soledad y desamparo de la que a veces no nos resulta fácil sacudirnos, más allá de cualquier comprensión racional.

Giovanni, padre de Andrea, el adolescente que perdió absurdamente la vida una mañana de domingo cuando buceaba frente al litoral con sus amigos de colegio, como le era habitual, lo sabe bien. Giovanni es psicoterapeuta. El saberlo, sin embargo, no lo libra de ninguno de estos sentimientos y paulatinamente se va haciendo presa del desconcierto, la angustia, la furia, la soledad, el desánimo, la impotencia, afectando cada uno de los escenarios donde discurría su vida. Ya no es el esposo de antes. Tampoco el mismo terapeuta. Menos aún el mismo padre. «Hay tantas cosas rotas que se conservan en esta casa» dice en una escena señalando adornos y enseres con algún tipo de desgaste o daño producto del uso o del tiempo, «y no se porqué siguen ahí». Pero es inútil. No se puede en esa casa desechar lo que se quebró. Ahí estaba intacta, como un museo sagrado lleno de objetos súbitamente envejecidos, la habitación del hijo.

Nadie puede regresar ya a sus vidas. Ni Paola ni Irene, su madre y su hermana. Ni Giovanni, que se siente en la necesidad de cancelar sus contratos con todos sus pacientes. El mundo sigue girando y las rutinas de la familia se suceden unas a otras de un modo casi inevitable, pero ya no hay una vida a la cual regresar. Andrea ya no está. Eso lo cambia todo.

Recuerdo ahora a Igor Carusso, otro psicoanalista, cuando decía que hay pérdidas aún más dolorosas que la muerte de una persona amada: la de alguien que se aleja definitivamente de tu vida, pero por causas ajenas al amor. En este caso, lo difícil no será aceptar lo irremediable, lo irreversible, lo absoluto, es decir, la muerte del otro, sino su pérdida en vida, su partida terminante aún a pesar de seguir vivo y de conservar intactos sus sentimientos. Quizás porque sabes que el otro deberá destruir deliberadamente ese amor para mantenerse vivo. Y tú tendrás que aceptarlo... y al final hacer lo mismo, una suerte de asesinato simbólico en la mutua conciencia. Por eso Carusso decía que la separación de los que se aman es también una fenomenología de la muerte.

Andrea en cambio despareció de esta familia en la plenitud de sus afectos y eso no tiene vuelta de hoja. Por eso Giovanni, Paola e Irene pueden encontrar al final el camino de la resignación, siguiendo la pista de una enigmática y desconocida amiga del muchacho, dándose el consuelo de intercambiar recuerdos y acompañarla hasta la frontera con Francia. Allí, de cara al mar, lejos de casa y de las obligaciones pendientes, en el límite de dos mundos, deberán pensar de cuántas maneras sería acaso posible vivir sin él.

«Tú no eres ésa, yo no soy ése, ésos, los que fuimos antes de ser nosotros» escribió alguna vez Benedetti. «Antes de ser parte de mí, antes de darte a conocer, tú no eras tú y yo no era yo» escribiría mucho después Jorge Drexler. Esta familia no es lo que fue antes de Andrea, dejó de ser quien era cuando Andrea llegó. Ahora Andrea ya no está. No va a volver. Pero su llegada y su partida cambió a esta gente para siempre.

Dirección: Nanni Moretti.
Año: 2001.
Países: Francia / Italia.
Interpretación: Nanni Moretti (Giovanni), Laura Morante (Paola), Orlando Accorsi (Tommaso).
Jasmine Trinca (Irene), Giuseppe Sanfelice (Andrea), Silvio Stefano (Oscar), Claudia Della Seta (Raffaella)
Guión-Producción: Nanni Moretti, Linda Ferri y Heidrun Schleef.
Nanni Moretti y Angelo Barbagallo.
Música: Nicola Piovani.
Fotografía: Giuseppe Lanci.

domingo, febrero 04, 2007

Escondido



Si no la han visto, háganlo pronto. «Escondido», thriller francés dirigido por Michael Haneke, con Daniel Auteuil en el papel de Georges y Juliette Binoche en el de su esposa Anne, ha ganado merecidamente cinco premios en Europa, entre ellos al mejor director y a la mejor película. Como cualquier fenómeno de la realidad y más aún si se trata de una dramatización de la vida, la película permite muchas lecturas. No soy crítico de cine, pero me voy a permitir relatárselas desde mi modesto y muy particular punto de vista, en la esperanza que mis juicios de valor no se despeguen demasiado de la narración que nos propone Haneke.

Georges, un ilustrado periodista francés, ha venido recibiendo extraños videos anónimos que registran algunas escenas de su vida familiar, filmadas con cámara oculta y cuya única finalidad parece ser notificarle que está siendo observado. Estos videos están envueltos en papel, con dibujos de trazos infantiles que muestran una gallina degollada y un niño escupiendo sangre. Paulatinamente, empiezan a mostrar imágenes que parecen querer conducirlo intencionalmente al recuerdo de personajes, lugares y episodios ingratos de su niñez. Georges no sabe quién se los envía, pero sospecha de alguien a quien el perjudicó de manera cruel cuando ambos tenían seis años y compartían la misma casa. Una calumnia motivada por los celos expulsó a aquel niño de la familia, justo en momentos en que quedaba huérfano, lo que implicó su condena a un destino de soledad y pobreza.

Pero Georges es temperamental y poco dispuesto a asumir responsabilidades por sus actos. Por lo que se ve, tiende a fijarse en los errores ajenos, a hacer reproches, a quejarse de los demás, parece tener dificultades para mirar más allá de su perspectiva y de sus propias necesidades o de arriesgar su comodidad en beneficio de otros. Anne, su esposa, lo sabe bien, pero también Pierrot, su hijo adolescente, con quienes mantiene relaciones marcadas por la tensión y la exigencia. Es por eso que la aparición de estos videos y, con ellos, de recuerdos aparentemente enterrados de su infancia, va a reavivar en Georges una feroz batalla interior contra culpas y miedos, que jamás quiso ni supo asumir pero tampoco olvidar.

Los videos terminarán por conducirlo hasta la casa de Majid, el argelino que hizo echar de su casa a muy temprana edad inventándole una tuberculosis sólo para no tener que compartir el afecto ni el favor de sus padres. Este hombre humilde, ahora de edad madura, miembro además de un grupo social discriminado, golpeado por la súbita reaparición de un personaje tan nefasto, que irrumpe en su casa amenazante, vomitando ira, sin un gramo de arrepentimiento, termina finalmente por degollarse delante de Georges. Éste es encarado después por el hijo del suicida. Conmovido por la situación comprometida en que se encuentra más que por la desgracia que ha presenciado, el periodista declara con furia no sentir responsabilidad alguna por la suerte, el dolor o la muerte de Majid.

En una de las escenas finales, Georges se encierra en su habitación, apaga las luces, cierra las cortinas y se acuesta con la intención de escapar del malestar que le produce todo lo que está viviendo y donde sólo se siente una víctima. Pero la primera escena que surge en su mente al cerrar los ojos le remite al momento de su infancia que origina todos sus tormentos. Es inútil. La culpa que se resiste a aceptar y afrontar, lo persigue sin misericordia.

Cuando éramos niños podía ser frecuente sentir culpa, por cosas que hicimos mal a sabiendas, movidos por la curiosidad, las ganas de divertirnos o la necesidad de ejecutar alguna pequeña venganza, sobre todo cuando éramos duramente confrontados con las consecuencias. Aún si perseveráramos hasta el final en la negación. Pero podíamos sentir culpa también por cosas que resultaron perjudiciales sin que nosotros nos lo hubiéramos propuesto, es decir, cuyas consecuencias no alcanzábamos a imaginar. Una tercera fuente de la culpa infantil podían ser atribuciones arbitrarias hechas por terceros, un hermano, un amigo, la propia mamá, que terminamos asumiendo por temor a las consecuencias de decir que no.

El niño Georges, el que calumnió a su amigo para hacer que lo boten de la casa y no tener rivales en relación al cariño y la atención de sus padres, podría estar situado en el primer grupo. Que Majid había quedado huérfano y era pobre, son datos que Georges ya tenía, pero en ese momento sus seguridades y privilegios personales tenían mayor valor que el destino del niño argelino. Calcular la secuela de esta calumnia, por lo tanto, carecía de toda importancia.

Conservar esta actitud hasta la vida adulta, sin embargo, es causa de mucho sufrimiento, propio y ajeno. Es decir, desentenderse de las implicancias de nuestras decisiones. La culpa puede ser una señal de salud mental si acaso nos lleva a la reparación del daño provocado, con la consiguiente liberación del malestar, pero también un tormento y una fuente de vulnerabilidad, si los perjudicados la utilizan para someternos. Naturalmente, como la película de Haneke lo muestra, para evitar lo segundo –quizás el mayor interés de Georges como respuesta al acoso- refugiarse en el cinismo puede ser circunstancialmente útil, pero no necesariamente nos va a proteger de nosotros mismos.

Dirección y guión: Michael Haneke
Países: Francia, Austria, Alemania e Italia
Año: 2005.
Género: Drama
Título original: Caché
Interpretación: Daniel Auteuil (Georges Laurent), Juliette Binoche (Anne Laurent), Maurice Bénichou (Majid), Annie Girardot (Madre de Georges), Lester Makedonsky (Pierrot Laurent)
Producción: Margaret Menegoz y Veit Heiduschka
Fotografía: Christian Berger