domingo, febrero 04, 2007

Escondido



Si no la han visto, háganlo pronto. «Escondido», thriller francés dirigido por Michael Haneke, con Daniel Auteuil en el papel de Georges y Juliette Binoche en el de su esposa Anne, ha ganado merecidamente cinco premios en Europa, entre ellos al mejor director y a la mejor película. Como cualquier fenómeno de la realidad y más aún si se trata de una dramatización de la vida, la película permite muchas lecturas. No soy crítico de cine, pero me voy a permitir relatárselas desde mi modesto y muy particular punto de vista, en la esperanza que mis juicios de valor no se despeguen demasiado de la narración que nos propone Haneke.

Georges, un ilustrado periodista francés, ha venido recibiendo extraños videos anónimos que registran algunas escenas de su vida familiar, filmadas con cámara oculta y cuya única finalidad parece ser notificarle que está siendo observado. Estos videos están envueltos en papel, con dibujos de trazos infantiles que muestran una gallina degollada y un niño escupiendo sangre. Paulatinamente, empiezan a mostrar imágenes que parecen querer conducirlo intencionalmente al recuerdo de personajes, lugares y episodios ingratos de su niñez. Georges no sabe quién se los envía, pero sospecha de alguien a quien el perjudicó de manera cruel cuando ambos tenían seis años y compartían la misma casa. Una calumnia motivada por los celos expulsó a aquel niño de la familia, justo en momentos en que quedaba huérfano, lo que implicó su condena a un destino de soledad y pobreza.

Pero Georges es temperamental y poco dispuesto a asumir responsabilidades por sus actos. Por lo que se ve, tiende a fijarse en los errores ajenos, a hacer reproches, a quejarse de los demás, parece tener dificultades para mirar más allá de su perspectiva y de sus propias necesidades o de arriesgar su comodidad en beneficio de otros. Anne, su esposa, lo sabe bien, pero también Pierrot, su hijo adolescente, con quienes mantiene relaciones marcadas por la tensión y la exigencia. Es por eso que la aparición de estos videos y, con ellos, de recuerdos aparentemente enterrados de su infancia, va a reavivar en Georges una feroz batalla interior contra culpas y miedos, que jamás quiso ni supo asumir pero tampoco olvidar.

Los videos terminarán por conducirlo hasta la casa de Majid, el argelino que hizo echar de su casa a muy temprana edad inventándole una tuberculosis sólo para no tener que compartir el afecto ni el favor de sus padres. Este hombre humilde, ahora de edad madura, miembro además de un grupo social discriminado, golpeado por la súbita reaparición de un personaje tan nefasto, que irrumpe en su casa amenazante, vomitando ira, sin un gramo de arrepentimiento, termina finalmente por degollarse delante de Georges. Éste es encarado después por el hijo del suicida. Conmovido por la situación comprometida en que se encuentra más que por la desgracia que ha presenciado, el periodista declara con furia no sentir responsabilidad alguna por la suerte, el dolor o la muerte de Majid.

En una de las escenas finales, Georges se encierra en su habitación, apaga las luces, cierra las cortinas y se acuesta con la intención de escapar del malestar que le produce todo lo que está viviendo y donde sólo se siente una víctima. Pero la primera escena que surge en su mente al cerrar los ojos le remite al momento de su infancia que origina todos sus tormentos. Es inútil. La culpa que se resiste a aceptar y afrontar, lo persigue sin misericordia.

Cuando éramos niños podía ser frecuente sentir culpa, por cosas que hicimos mal a sabiendas, movidos por la curiosidad, las ganas de divertirnos o la necesidad de ejecutar alguna pequeña venganza, sobre todo cuando éramos duramente confrontados con las consecuencias. Aún si perseveráramos hasta el final en la negación. Pero podíamos sentir culpa también por cosas que resultaron perjudiciales sin que nosotros nos lo hubiéramos propuesto, es decir, cuyas consecuencias no alcanzábamos a imaginar. Una tercera fuente de la culpa infantil podían ser atribuciones arbitrarias hechas por terceros, un hermano, un amigo, la propia mamá, que terminamos asumiendo por temor a las consecuencias de decir que no.

El niño Georges, el que calumnió a su amigo para hacer que lo boten de la casa y no tener rivales en relación al cariño y la atención de sus padres, podría estar situado en el primer grupo. Que Majid había quedado huérfano y era pobre, son datos que Georges ya tenía, pero en ese momento sus seguridades y privilegios personales tenían mayor valor que el destino del niño argelino. Calcular la secuela de esta calumnia, por lo tanto, carecía de toda importancia.

Conservar esta actitud hasta la vida adulta, sin embargo, es causa de mucho sufrimiento, propio y ajeno. Es decir, desentenderse de las implicancias de nuestras decisiones. La culpa puede ser una señal de salud mental si acaso nos lleva a la reparación del daño provocado, con la consiguiente liberación del malestar, pero también un tormento y una fuente de vulnerabilidad, si los perjudicados la utilizan para someternos. Naturalmente, como la película de Haneke lo muestra, para evitar lo segundo –quizás el mayor interés de Georges como respuesta al acoso- refugiarse en el cinismo puede ser circunstancialmente útil, pero no necesariamente nos va a proteger de nosotros mismos.

Dirección y guión: Michael Haneke
Países: Francia, Austria, Alemania e Italia
Año: 2005.
Género: Drama
Título original: Caché
Interpretación: Daniel Auteuil (Georges Laurent), Juliette Binoche (Anne Laurent), Maurice Bénichou (Majid), Annie Girardot (Madre de Georges), Lester Makedonsky (Pierrot Laurent)
Producción: Margaret Menegoz y Veit Heiduschka
Fotografía: Christian Berger

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