martes, diciembre 25, 2007

El buen nombre



De un modo casual pude ver hace pocas semanas «El buen nombre», película dirigida por Mira Nair y basada en la novela del mismo nombre de Jhumpa Lahiri, que cuenta la historia de una familia india en nueva York. Los Ganguli se mudan de Calcuta luego de casarse, pues al marido -hombre religioso y apegado a sus tradiciones pero graduado en Harvard- le espera un estupendo trabajo en los Estados Unidos. Es en ese país donde nacerán los dos hijos de Ashoke y Ashima, pero la formación occidental que allí recibirán los niños va a agregar al peso de la nostalgia, tensiones inevitables por los constantes conflictos con su cultura de origen. La expresión mayor de esos conflictos será la crisis de identidad de Gogol, el primogénito, al terminar el colegio, que pasará por rechazar hasta su propio nombre, pero que revertirá dramáticamente a la inesperada muerte de su padre.

No voy a proponerles una apreciación cinematográfica sobre esta película, a la que algunos críticos especializados le hacen varios reclamos, porque ese no es mi oficio. Sí quiero subrayar algunas cuestiones que llamaron mi atención.

Las primeras escenas muestran el rito de vinculación de las parejas en la tradición cultural del país: el hombre ha puesto atención en una muchacha y visita su casa acompañado de toda su familia, la cual toma la palabra en su nombre, requiriéndola para él; luego, la familia de ella la llama y le pide demostraciones de sus cualidades artísticas, al tiempo que elogian sus demás virtudes. Los involucrados no hablan, sus padres lo hacen por ellos y deciden finalmente la unión de ambos jóvenes, considerándola conveniente para todos.

En ese contexto, la película muestra después a los recién casados en una clásica relación de subordinación, donde Ashoke es el que toma las decisiones y Ashima la que se somete a ellas sin protestar. Y aunque la vida de pareja se muestra en general como una relación amable, en la que ella parece sentirse finalmente complacida, las escenas de los primeros días de su convivencia en Nueva York muestra a una Ashima triste y desencantada, arrastrada a un lugar extraño, ajeno y distante de todo lo que amaba, debiendo escuchar de su flamante marido básicamente instrucciones sobre asuntos domésticos que debía seguir al pie de la letra para no provocar su indignación.

Esto es tan evidente a lo largo de la historia, excepto para quienes tienen el ojo habituado a la «normalidad» de estos roles de pareja, que en el paseo por el Taj Mahal, estando sus hijos ya bastante crecidos, Ashoke pregunta a su mujer por qué siempre le ha dicho «sí» a todo. Y ella le responde con profunda ironía: «¿Qué clase de respuesta esperas? ¿Quieres que te lo diga al estilo norteamericano? Si es así, entonces te diré que lo he hecho porque te amo».

Ciertamente, esta no será la pauta con la que sus hijos crecerán en Nueva York, en particular Gogol, el primogénito. Más allá del modelo familiar, Gogol vive su adolescencia como rebeldía contra su herencia y sus mandatos culturales, esforzándose por encontrar lo que había de sí mismo por debajo de los moldes y etiquetas adjudicados por sus padres, empezando por su propio nombre, el de un escritor ruso de personalidad conflictiva y vocación suicida a pesar de su fama y su talento literario. Gogol va a encontrar, primero en Maxine, su primera novia, y luego en Moushimi, hija de unas amistades familiares que vive en norteamérica el mismo proceso de reconstrucción de su identidad cultural en que estaba él empeñado, el contraejemplo que estaba buscando. Claro que en el caso de Moushimi, con quien llega a casarse, se va a topar con el paradigma opuesto a la rigidez de sus estereotipos familiares, es decir, con una muchacha que reiventa a cada instante sus roles y sus pautas, dejándose llevar por sus emociones incluso hasta los brazos de un amante.

La inesperada muerte de su padre, sin embargo, va a provocar un giro en las búsquedas de un Gogol ya adulto y profesional, un reencuentro con el valor de sus tradiciones culturales y de la fidelidad familiar, con el sentido de varias atribuciones, empezando por la forma de vestirse y terminando en su nombre, asociado de un modo casi cabalísto por su padre a su insólita sobrevivencia en un accidente ferroviario del que nunca hablaba.

Sólo quiero compartir una de las muchas preguntas que una historia como esta me suscita y tiene que ver con el rol de la educación en la formación de las identidades. Algo que quizás está más allá de las intenciones de sus realizadores pero que no puede dejar de apreciarse es cómo el sistema educativo le pasa por encima a Gogol y a sus dilemas existenciales, que tienen que ver con lo que Jaques Delors llamaba el aprender a ser uno mismo, en contextos socioculturales y familiares complejos, en todos sus años de formación escolar. Delors sostenía a inicios de los 90 que ayudar a dar respuesta a esas búsquedas esenciales de cualquier ser humano, era uno de los grandes desafíos de la educación del siglo XXI. Me temo, sin embargo, que esta es una tarea de la que aún no se siente notificada

Nombre: El buen nombre (The namesake)
Genero: Drama
Director: Mira Nair
Guión: Sooni Taraporevela
Música: Nitin Sawhney
Intérpretes: Kal Penn, Tabu , Irrfan Khan, Jacinda Barrett, Zuleika Robinson
Duración: 122
Nacionalidad: EE.UU.
Año: 2006

jueves, mayo 31, 2007

Flores rotas



Sea por la lentitud de su ritmo, por la ausencia de espectacularidad en el relato o por las características del personaje que interpreta Bill Murray, un hombre que fue pródigo en amantes pero que se ha instalado ahora en una actitud aletargada e indiferente ante la vida, «Flores Rotas» es una película que no ha entusiasmado a muchos y a aburrido a tantos otros. A mi en cambio me pareció no sólo divertida sino, además, muy sugerente y quiero explicar por qué.

Para quienes no la vieron, Don Johnston (Murray) es abandonado por su pareja, harta de su pasividad, coincidentemente el día en que recibe bajo la puerta de su casa una carta anónima en la que una misteriosa mujer le informa que tuvo un hijo con ella y que a la fecha tiene ya 19 años. La noticia lo sorprende y lo desconcierta, situación que aprovecha Winston (Jeffrey Wright), su amigo y vecino, para motivarlo a investigar cuál de sus antiguas amantes pudo ser autora de esa nota y, por lo tanto, madre de su supuesto hijo. Johnston, presionado por Winston, decide emprende un largo viaje para averiguarlo, visitando a las cuatro mujeres que reunían la mayor probabilidad (nada menos que Frances Conroy, Jessica Lange, Sharon Stone y Tilda Swinton). Toda la película da cuenta de ese periplo.

La primera escena es importante. Johnston, sumergido constantemente en sus pensamientos y de mirada permanentemente extraviada, está instalado en el sofá de su sala, mirando la TV sin mirarla, dejando transcurrir el tiempo y escuchando después el último alegato de su mujer, un minuto antes de dejarlo, con una impasividad exasperante. La sensación que deja es la de una vida solitaria y vacía, completamente indiferente a cualquier suceso o circunstancia.

Pero aquel aventurado viaje, emprendido a pesar de la feroz lucha interna entre su desgano y su curiosidad, va a cambiarle la vida a Johnston. El reencuentro con sus ex amantes tiene escenas memorables. Desde el cálido recibimiento de la frívola viuda, antecedido por el de su hija Lolita, una inquietante y desprejuiciada adolescente, hasta la violencia de aquella resentida mujer que se cobró a palos el que un día se fuera para siempre de su vida. Pasando, por supuesto, por la gélida y acartonada arquitecta, rodeada de orden, pulcritud y perfección por donde se posara la vista; y por una estrafalaria psicóloga de mascotas, esa que podia hablar con los gatos, celosamente protegida por su desconfiadísima secretaria.

La parquedad de Murray en sus entrevistas sucesivas es irritante. Inhibido de confesar los verdaderos propósitos de su visita y sin ganas aparentes de darle a cada diálogo algún curso interesante, más allá de las forzadísimas cortesías, se esfuerza en algo por hacer aflorar, tímidamente, alguna pista que le lleve a deducir si acaso está hablando con la autora de la anónima misiva y, en consecuencia, con la madre de su hipotético hijo. No obstante, si ese fue el propósito de su viaje, Johnston fracasa.

Pero el propósito de Winston, el amigo que lo animó a salir de su autoexilio, quizás fue otro. Las últimas escenas parecen sugerirle a Johnston que fue su propio vecino quien le dejó esa carta bajo la puerta. No hay certezas, sin embargo. Ahora su cabeza está llena de dudas y preguntas, sobre su pasado, sobre sus viejos afectos, sobre las consecuencias de cada cosa que se permitió vivir, sobre sí mismo. No encontró a su hijo y ahora no sabe si realmente existe. Pero tampoco podría afirmar que no. El súbito apego hacia ese jovencito extraviado en las inmediaciones de su casa, en quien cree ver a su posible hijo, no hace sino exacerbar sus deseos, es decir, hace aflorar su capacidad de desear, de querer, de anhelar, algo que había dejado de sentir, aparentemente, hacía mucho tiempo.

Johnston termina casi del mismo modo como empieza: solo. Pero esta vez no mira la TV ni las paredes de su casa. Ahora mira dentro de sí mismo y mira a su alrededor, en busca de respuestas a preguntas que se había dejado hacer ya en algún punto del camino. Aquella tenue melancolía que podía insinuar su actitud inicial, ahora se ha transformado en ansiedad. Si acaso ese fue el propósito de Winston, haya sido o no quien le escribió la carta, el viaje de Johnston al reencuentro con su pasado, fue extremadamente productivo.

martes, febrero 27, 2007

La habitación del hijo



Si, lo sé. Esta película la estrenaron el 2001, pero ocurre que recién la he visto. A ver, se las cuento y les digo qué me ha suscitado. Una familia de cuatro miembros, habituada a una cotidianeidad básicamente armoniosa y estable, sufre la muerte repentina del hijo adolescente y debe enfrentarse al dolor de una ausencia tan inesperada como irremediable que empieza cambiar sus vidas para siempre. La muerte de un ser querido es un hecho inevitable, universal y siempre doloroso, pero Nanni Moretti, el director, la presenta en el contexto de un relato tan sencillo de vida familiar que vuelve casi inevitable la identificación con sus personajes, su confusión y su sufrimiento.

Se ha escrito mucho acerca del sentido de las pérdidas en la vida de las personas. John Bowlby lo empezó a hacer a fines de los 60 para dar cuenta de los procesos emocionales que se ponen en juego en el mundo interno de los bebés a causa de una temprana separación de la madre. Se puede perder cualquier cosa, dinero, posición, bienes, estatus, privilegios, rutinas, hasta paisajes entrañables, cualquier cosa amada en realidad y siempre será motivo de dolor, confusión y nostalgia en diferentes grados. Cuando se trata de la pérdida de un ser humano con el que hemos estado muy identificados o, como diría el psicoanálisis, que ha sido objeto de un especial apego, lo que sobreviene es la pena, la tristeza, pero también puede venir la rabia y la ira. Hay una seguridad que se pierde y un vacío inesperado que ocupa su lugar, cruzamos la línea de lo incierto y nos invade de pronto una sensación de soledad y desamparo de la que a veces no nos resulta fácil sacudirnos, más allá de cualquier comprensión racional.

Giovanni, padre de Andrea, el adolescente que perdió absurdamente la vida una mañana de domingo cuando buceaba frente al litoral con sus amigos de colegio, como le era habitual, lo sabe bien. Giovanni es psicoterapeuta. El saberlo, sin embargo, no lo libra de ninguno de estos sentimientos y paulatinamente se va haciendo presa del desconcierto, la angustia, la furia, la soledad, el desánimo, la impotencia, afectando cada uno de los escenarios donde discurría su vida. Ya no es el esposo de antes. Tampoco el mismo terapeuta. Menos aún el mismo padre. «Hay tantas cosas rotas que se conservan en esta casa» dice en una escena señalando adornos y enseres con algún tipo de desgaste o daño producto del uso o del tiempo, «y no se porqué siguen ahí». Pero es inútil. No se puede en esa casa desechar lo que se quebró. Ahí estaba intacta, como un museo sagrado lleno de objetos súbitamente envejecidos, la habitación del hijo.

Nadie puede regresar ya a sus vidas. Ni Paola ni Irene, su madre y su hermana. Ni Giovanni, que se siente en la necesidad de cancelar sus contratos con todos sus pacientes. El mundo sigue girando y las rutinas de la familia se suceden unas a otras de un modo casi inevitable, pero ya no hay una vida a la cual regresar. Andrea ya no está. Eso lo cambia todo.

Recuerdo ahora a Igor Carusso, otro psicoanalista, cuando decía que hay pérdidas aún más dolorosas que la muerte de una persona amada: la de alguien que se aleja definitivamente de tu vida, pero por causas ajenas al amor. En este caso, lo difícil no será aceptar lo irremediable, lo irreversible, lo absoluto, es decir, la muerte del otro, sino su pérdida en vida, su partida terminante aún a pesar de seguir vivo y de conservar intactos sus sentimientos. Quizás porque sabes que el otro deberá destruir deliberadamente ese amor para mantenerse vivo. Y tú tendrás que aceptarlo... y al final hacer lo mismo, una suerte de asesinato simbólico en la mutua conciencia. Por eso Carusso decía que la separación de los que se aman es también una fenomenología de la muerte.

Andrea en cambio despareció de esta familia en la plenitud de sus afectos y eso no tiene vuelta de hoja. Por eso Giovanni, Paola e Irene pueden encontrar al final el camino de la resignación, siguiendo la pista de una enigmática y desconocida amiga del muchacho, dándose el consuelo de intercambiar recuerdos y acompañarla hasta la frontera con Francia. Allí, de cara al mar, lejos de casa y de las obligaciones pendientes, en el límite de dos mundos, deberán pensar de cuántas maneras sería acaso posible vivir sin él.

«Tú no eres ésa, yo no soy ése, ésos, los que fuimos antes de ser nosotros» escribió alguna vez Benedetti. «Antes de ser parte de mí, antes de darte a conocer, tú no eras tú y yo no era yo» escribiría mucho después Jorge Drexler. Esta familia no es lo que fue antes de Andrea, dejó de ser quien era cuando Andrea llegó. Ahora Andrea ya no está. No va a volver. Pero su llegada y su partida cambió a esta gente para siempre.

Dirección: Nanni Moretti.
Año: 2001.
Países: Francia / Italia.
Interpretación: Nanni Moretti (Giovanni), Laura Morante (Paola), Orlando Accorsi (Tommaso).
Jasmine Trinca (Irene), Giuseppe Sanfelice (Andrea), Silvio Stefano (Oscar), Claudia Della Seta (Raffaella)
Guión-Producción: Nanni Moretti, Linda Ferri y Heidrun Schleef.
Nanni Moretti y Angelo Barbagallo.
Música: Nicola Piovani.
Fotografía: Giuseppe Lanci.

domingo, febrero 04, 2007

Escondido



Si no la han visto, háganlo pronto. «Escondido», thriller francés dirigido por Michael Haneke, con Daniel Auteuil en el papel de Georges y Juliette Binoche en el de su esposa Anne, ha ganado merecidamente cinco premios en Europa, entre ellos al mejor director y a la mejor película. Como cualquier fenómeno de la realidad y más aún si se trata de una dramatización de la vida, la película permite muchas lecturas. No soy crítico de cine, pero me voy a permitir relatárselas desde mi modesto y muy particular punto de vista, en la esperanza que mis juicios de valor no se despeguen demasiado de la narración que nos propone Haneke.

Georges, un ilustrado periodista francés, ha venido recibiendo extraños videos anónimos que registran algunas escenas de su vida familiar, filmadas con cámara oculta y cuya única finalidad parece ser notificarle que está siendo observado. Estos videos están envueltos en papel, con dibujos de trazos infantiles que muestran una gallina degollada y un niño escupiendo sangre. Paulatinamente, empiezan a mostrar imágenes que parecen querer conducirlo intencionalmente al recuerdo de personajes, lugares y episodios ingratos de su niñez. Georges no sabe quién se los envía, pero sospecha de alguien a quien el perjudicó de manera cruel cuando ambos tenían seis años y compartían la misma casa. Una calumnia motivada por los celos expulsó a aquel niño de la familia, justo en momentos en que quedaba huérfano, lo que implicó su condena a un destino de soledad y pobreza.

Pero Georges es temperamental y poco dispuesto a asumir responsabilidades por sus actos. Por lo que se ve, tiende a fijarse en los errores ajenos, a hacer reproches, a quejarse de los demás, parece tener dificultades para mirar más allá de su perspectiva y de sus propias necesidades o de arriesgar su comodidad en beneficio de otros. Anne, su esposa, lo sabe bien, pero también Pierrot, su hijo adolescente, con quienes mantiene relaciones marcadas por la tensión y la exigencia. Es por eso que la aparición de estos videos y, con ellos, de recuerdos aparentemente enterrados de su infancia, va a reavivar en Georges una feroz batalla interior contra culpas y miedos, que jamás quiso ni supo asumir pero tampoco olvidar.

Los videos terminarán por conducirlo hasta la casa de Majid, el argelino que hizo echar de su casa a muy temprana edad inventándole una tuberculosis sólo para no tener que compartir el afecto ni el favor de sus padres. Este hombre humilde, ahora de edad madura, miembro además de un grupo social discriminado, golpeado por la súbita reaparición de un personaje tan nefasto, que irrumpe en su casa amenazante, vomitando ira, sin un gramo de arrepentimiento, termina finalmente por degollarse delante de Georges. Éste es encarado después por el hijo del suicida. Conmovido por la situación comprometida en que se encuentra más que por la desgracia que ha presenciado, el periodista declara con furia no sentir responsabilidad alguna por la suerte, el dolor o la muerte de Majid.

En una de las escenas finales, Georges se encierra en su habitación, apaga las luces, cierra las cortinas y se acuesta con la intención de escapar del malestar que le produce todo lo que está viviendo y donde sólo se siente una víctima. Pero la primera escena que surge en su mente al cerrar los ojos le remite al momento de su infancia que origina todos sus tormentos. Es inútil. La culpa que se resiste a aceptar y afrontar, lo persigue sin misericordia.

Cuando éramos niños podía ser frecuente sentir culpa, por cosas que hicimos mal a sabiendas, movidos por la curiosidad, las ganas de divertirnos o la necesidad de ejecutar alguna pequeña venganza, sobre todo cuando éramos duramente confrontados con las consecuencias. Aún si perseveráramos hasta el final en la negación. Pero podíamos sentir culpa también por cosas que resultaron perjudiciales sin que nosotros nos lo hubiéramos propuesto, es decir, cuyas consecuencias no alcanzábamos a imaginar. Una tercera fuente de la culpa infantil podían ser atribuciones arbitrarias hechas por terceros, un hermano, un amigo, la propia mamá, que terminamos asumiendo por temor a las consecuencias de decir que no.

El niño Georges, el que calumnió a su amigo para hacer que lo boten de la casa y no tener rivales en relación al cariño y la atención de sus padres, podría estar situado en el primer grupo. Que Majid había quedado huérfano y era pobre, son datos que Georges ya tenía, pero en ese momento sus seguridades y privilegios personales tenían mayor valor que el destino del niño argelino. Calcular la secuela de esta calumnia, por lo tanto, carecía de toda importancia.

Conservar esta actitud hasta la vida adulta, sin embargo, es causa de mucho sufrimiento, propio y ajeno. Es decir, desentenderse de las implicancias de nuestras decisiones. La culpa puede ser una señal de salud mental si acaso nos lleva a la reparación del daño provocado, con la consiguiente liberación del malestar, pero también un tormento y una fuente de vulnerabilidad, si los perjudicados la utilizan para someternos. Naturalmente, como la película de Haneke lo muestra, para evitar lo segundo –quizás el mayor interés de Georges como respuesta al acoso- refugiarse en el cinismo puede ser circunstancialmente útil, pero no necesariamente nos va a proteger de nosotros mismos.

Dirección y guión: Michael Haneke
Países: Francia, Austria, Alemania e Italia
Año: 2005.
Género: Drama
Título original: Caché
Interpretación: Daniel Auteuil (Georges Laurent), Juliette Binoche (Anne Laurent), Maurice Bénichou (Majid), Annie Girardot (Madre de Georges), Lester Makedonsky (Pierrot Laurent)
Producción: Margaret Menegoz y Veit Heiduschka
Fotografía: Christian Berger

sábado, marzo 25, 2006

Los coristas



Los Coristas, película nominada al Oscar por Mejor Película Extranjera en el 2004 y Mejor Canción Original, resulta ser una historia basada en sucesos reales ocurridos en Francia después de la segunda guerra mundial. Clément Mathieu, un profesor de música, hombre espontáneo y sencillo, sin mayor brillo intelectual pero dotado de sensibilidad y sentido común, llega a un internado para niños abandonados, regentado por un director-carcelero, represor empedernido, que sólo ve en ellos una manada de desadaptados irrecuperables y con problemas de conducta tan estructurales, que los revelarían como seres que caminan sin remedio a la delincuencia o la enfermedad mental.

En ese contexto, el profesor Mathieu se propone algo que parece no sólo un imposible sino sobre todo una verdadera estupidez: hacer que sus 65 alumnos, niños muy pobres de 8 a 13 años de edad, aprendan música y formen nada menos que un coro, es decir, un equipo capaz de producir de manera organizada, cooperativa y bella las mismas melodías. Convencido de la existencia en ellos de aptitudes y disposiciones para aprender, en las que ningún otro maestro del internado parece creer, Mathieu es impulsado también por una inocultable pasión por las dos cosas que dan sentido a su vida: la música y la enseñanza.

A pesar de sus momentos de desesperación, sobe todo cuando las reglas de la institución sabotean sus esfuerzos o cuando parecen agotárseles los recursos para motivar y comprometer a sus alumnos más desconfiados, Mathieu se mantiene fiel a sus objetivos y a la certeza del éxito. Sabe bien donde quiere llegar, sabe que tiene la capacidad de lograrlo y sabe que sus alumnos pueden aprender. Lo demás, es una lucha constante pero esperanzada contra la rigidez, la desconfianza y la oposición de la autoridad, la ausencia de familias que los respalden y cooperen con sus esfuerzos (la mayoría son huérfanos o abandonados), las enormes limitaciones materiales de la institución y la frágil conciencia de límites de sus propios alumnos. Es decir, contra todo lo que suele esgrimirse como argumentos ganadores para justificar el fracaso de la labor pedagógica del maestro en las escuelas de hoy.

Andrea, me recomendaste ver esto hace varios meses atrás y mira cuánto he demorado en hacerlo. Tenías razón. Esta dura historia, tan bellamente contada por Barratier, su director, me renueva la confianza en la posibilidad de cambiar nuestra educación. Sí es posible convertir las escuelas en un genuino espacio de salvación intelectual, moral, espiritual, para los condenados: los condenados por ser niños y por ser pobres, por no tener padres o por tener padres sin instrucción, o por el simple hecho de tener la osadía de no querer ser como nosotros.

Título original: Les Choristes
Protagonistas: Gerard Jugnot, Francois Berleand, Jean-Baptiste Maunier, Jacques Perrin, Kad Merad.
Guión: Christophe Barratier, Philippe Lopes-Curval.
País y Año de Producción: Francia, Suiza, Alemania / 2004.
Dirección: Christophe Barratier.
Duración: 97 minutos.
Género: Drama/Romance.

© LGO 2005

Perdidos en Tokio



Un divertido y genial director de cine dijo alguna vez con ironía que «el sexo sin amor es una experiencia vacía, pero como experiencia vacía es una de las mejores». En verdad, se ha escrito mucho sobre las posibilidades y los límites del sexo sin amor pero, no me ha tocado leer mucho acerca de las perspectivas del amor sin sexo. Sin embargo, una buena respuesta podría encontrarse en esta inolvidable película de Sofía Coppola.

Para los que no la vieron, Bob y Charlotte (Bill Murray y Scarlett Johansson), son dos norteamericanos que se encuentran en Tokio de manera absolutamente casual. Él es actor de cine, hombre maduro de unos 50 años, con 25 años de casado, que ha llegado a filmar el comercial de de una nueva marca de whisky. Ella es una joven licenciada en filosofía, muchacha de veintitantos, que ha ido acompañando a su marido, un fotógrafo que ha viajado a cumplir un pequeño contrato con una compañía japonesa y que lo mantiene fuera de la ciudad.

Solitarios, aburridos e insomnes, ambos van a encontrarse fortuitamente en el ascensor y en el bar de su hotel, haciéndose amigos. Paulatinamente descubrirán lo que tienen en común, un desencanto que vas más allá de la circunstancia de estar solos en una ciudad desconocida y extraña. Pasearán por Tokio, conversarán mucho y descubrirán, en la afectuosa compañía del otro, nuevas posibilidades a la vida.

Bob y Charlotte jamás se besan. Sus continuas aproximaciones les llevan incluso a compartir la cama en una ocasión, pero no para tener un encuentro sexual sino sólo una oportunidad insólita para hacerse confesiones y compartir secretos relacionados con sus propias vidas, como buscándose a sí mismos. La película no los propone como amantes, sino como dos almas deshabitadas que deciden construir una amistad sencilla y estimulante, basada en la confianza y en la mutua admiración que surge en sus continuas pláticas. Y quizás también en la inevitable atracción que empieza a aparecer –matizada con sutiles e insinuadas escenas de celos- conforme van acercando sus vidas y poniéndolas desaprensivamente en el oído del otro.

En ningún momento la historia muestra a ambos personajes perdiendo conciencia de los límites o ensayando transgresiones, caminan con delicadeza sobre sus fronteras, tratándose con ternura y permitiéndose disfrutar de su compañía hasta donde les es posible. Cuando suena la hora del regreso al mundo real, el abrazo de despedida y la sonrisa final de Charlotte puede dejarnos algo perplejos, desencantados, frustrados o tristes, por la inevitable expectativa de continuidad que despierta una relación tan intensa.

Pero creo también, en cierto modo, que nos deja esperanzados. Es que este desenlace otorga una posibilidad a un tipo de amistad heterosexual basada en un vínculo fuerte, no orientado necesariamente hacia el sexo y, a la vez, enriquecedor, lleno de oportunidades de crecimiento mutuo. En mis primeras sesiones de psicoanálisis, hace tantos años, le llamaban a esto «amor sublimado» (¿te acuerdas, Cecilia?). Puede ser difícil de administrar y exige cierta inteligencia emocional, lo reconozco, pero quizás sea suficiente por ahora confirmar que no representa un despropósito postmoderno ni una simple licencia literaria.

Título Original: Lost in Translation
Director: Sofía Coppola
Actores: Scarlett Johansson y Bill Murray
Guión: Sofía Coppola
Productor: Francis Ford Coppola, Sofía Coppola
País: Estados Unidos/Japón
Año: 2003
Género: Drama/ Comedia

© LGO 2005

Don Juan de Marco



Nos ha tocado vivir una época de fuertes cuestionamientos al status de «realidad» que convencionalmente hemos concedido al mundo en que vivimos. Es decir, a la condición aparentemente inmodificable y objetiva de las cosas, como si fueran completamente ajenas a la construcción de los seres humanos. Sin embargo, como esta tesis es muchas veces difícil de aceptar y de asumir en todas sus consecuencias, les recomiendo pensarla mientras miran o vuelven a mirar una vieja película: «Don Juan de Marco», estrenada en 1995, que tiene la virtud de trasladarnos de manera casi mágica a esa difusa frontera entre ficción y realidad en la que caminamos a diario, obligándonos sin más coartadas a reorganizar y a resignificar una y otra vez todo lo que ven nuestros ojos, desde nuestra propia subjetividad.

A la contra de muchos honrados intelectuales, herederos de Descartes y obstinados hijos de la Ilustración, que han hecho de su veneración a la razón la razón de su propia existencia y la mejor explicación de sí mismos, me cuento entre quienes aceptan los límites de la racionalidad para describirnos como seres humanos en nuestra compleja totalidad. Hecho que me empuja, que remedio, hacia el campo de la postmodernidad. Y que me permite, entonces, disfrutar y recordar con cariño una película como esta.

A medida que transcurren las escenas, es posible ver cómo las diversas realidades de los personajes, la del loco que se cree un Don Juan Tenorio anclado en sus sueños y la del Psiquiatra que se cree un científico racional anclado en la verdad, van aproximándose hasta mezclarse y borrar sus fronteras originales, para construir una nueva realidad, producto de un intercambio que incorpora lo mejor de ambos. Es ahí donde surge una continua tensión entre realidad y ficción, verdad y mentira, razón y sentimiento, objetividad y subjetividad, así como entre las imágenes que se observan y las historias relatadas.

Tiscali.dvd (
http://dvd.tiscali.es/) reseña asi la película: Un joven vestido con capa y sombrero de ala ancha que afirma ser el legendario Don Juan es internado en un centro psiquiátrico tras un intento de suicidio. En el hospital se hace cargo de él el doctor Jack Mickler, un veterano psiquiatra a punto de retirarse. Durante los diez días que dura la terapia, el joven explica su historia al doctor Mickler, que terminará creyendo que se encuentra ante el verdadero Don Juan. Marlon Brando y Johnny Depp, dos actores separados por varias generaciones pero unidos por un estilo interpretativo muy similar, son los principales protagonistas de esta lectura en clave actual del mito de Don Juan. La película, a medio camino entre la comedia romántica y el drama, cuenta también con la participación de Faye Dunaway y Rachel Ticotin. El tema principal del filme, interpretado por Bryan Adams y Paco de Lucía, fue nominado al Oscar a la mejor canción.

Título Original: Don Juan de Marco
País: EE.UU.
Año: 1995
Género: Drama, Romántica
Dirección: Jeremy Leven
Intérpretes: Bob Dishy, Faye Dunaway, Géraldine Pailhas, Johnny Depp, Marita Geraghty, Marlon Brando, Rachel Ticotin, Talisa Soto, Tresa Hughes
Duración: 94 minutos

© LGO